martes, 4 de agosto de 2015

      LA ÚLTIMA SESIÓN CON EL                              MAESTRO

El maestro Juan tomó el relevo, del maestro Alejandro, que a su vez lo había tomado anteriormente y así se sucedía de generación en generación, perdiendo se en los tiempos. Los conocimientos se transmitían e iban  aumentando sin descanso.

Y llegó el día que el  maestro Juan decidió dar paso a las nuevas generaciones.

Tras seis largos años en diálisis, su cuerpo ya no aguantaba más limpiezas sanguíneas, dando paso al aumento de su propio veneno, sabiendo que era un camino sin retorno.

Y, en ese caluroso mes de julio se vio postrado en la cama B de la habitación 317 del hospital dializante.

Tranquilo expectante, ansioso de que esa mano de los ancestros tirase con más fuerza que la mía para liberarse de ese cuerpo que tantas satisfacciones le había regalado y del otro lado  estaba yo cogiendo su mano derecha, esa mano de la que estuve enamorado desde pequeño, esa mano que tantas muelas de juicio había aliviado de su anclaje, liberando  al dolorido paciente.

Y comenzó el pulso, la competición entre la vida y muerte; los ancestros, cuya mano yo experimenté personalmente cuando  era un joven estudiante de medicina y que fui indultado.  En este caso los jueces ya habían decidido el desenlace.

A medida que el veneno  iba subiendo en su tasa, el cuerpo del maestro Juan perdía salud y contacto con la realidad.

La apnea le torturaba, le faltaba el aire y cada cinco o diez minutos forzando la maquinaria tomaba una bocanada  y volvía a la realidad de esta dimensión, abría los ojos y allí estaban los míos expectantes deseosos del encuentro, el me miraba, me sonreía, me apretaba un poquito la mano y volvía a su mundo de la inconsciencia y vuelta a empezar y a esperar otros tantos minutos de agonía hasta esa nueva bocanada de aire que le devolvía a la vida unos segundos más.

En esos breves momentos de comunicación, se revolucionaron todos los conceptos que yo tenía sobre la física, la logia, la medicina, la comunicación ordinaria, porque sin mediar sonido, oía,  perfectamente sus mensajes, sus consejos, sus peticiones…

La pena me inundaba y las lágrimas salían a raudales, de mis ojos,  era algo incontenible, contrariamente a todo lo que habían enseñado de que: ” Los hombres no lloran...” pues o yo no soy hombre o no eran ciertas tales enseñanzas.

Sentía ya la soledad, era algo nuevo, era un dolor tan agudo que me congelo mi propia alma y en esa éxtasis de dolor,  el maestro volvió a la vida por esos breves segundos, nuestras miradas volvieron a encontrarse, fue como la explosión de un volcán, en esas  parcelas tan pequeñas de tiempo, en esas milésimas de segundo, fue tanta la información, las sensaciones, las emociones, que me era difícil procesarlo todo.

El miraba al techo, hacia arriba y levantando la manos hacia ademan de coger algo o a alguien, sus ojos, que a mí no me veían,  seguían a algo o a alguien que se movía lentamente, yo tenía la sensación de que allí rodeándonos había muchas “algo”, el maestro insistía y levantaba la cabeza hacia los lados, con las pocas fuerzas que le quedaban, sonreía, miraba conociendo lo que veía, era feliz y yo les pedí que se le llevaran lo más rápidamente posible, que estaba sufriendo, que se ahogaba, que por favor le ayudaran a hacer el tránsito de forma indolora y breve, que el maestro había ayudado a tantas personas en vida, que merecía un trato de favor en su muerte…

Nos hablamos, nos perdonamos, nos entendimos, nos apiadamos, recorrimos juntos esos últimos metros y ya en los estertores propios de la muerte escuche limpia y tranquila la voz de mi padre, de mi maestro que me decía nos vemos hijo mío….y su mano ya no apretó.

Quiero dedicar este escrito a todas aquellas personas que como yo ya no pueden dar un abrazo físico a su padre y que sepan que siempre estarán acompañados…

Y a todos los que todavía tienen a su progenitor presente, besarle, abrazarle, perdonarle, pedirle perdón, ahora…

Gracias por todo Papá.