LA ÚLTIMA SESIÓN CON EL MAESTRO
El
maestro Juan tomó el relevo, del maestro Alejandro, que a su vez lo había
tomado anteriormente y así se sucedía de generación en generación, perdiendo se
en los tiempos. Los conocimientos se transmitían e iban aumentando sin descanso.
Y
llegó el día que el maestro Juan decidió
dar paso a las nuevas generaciones.
Tras
seis largos años en diálisis, su cuerpo ya no aguantaba más limpiezas
sanguíneas, dando paso al aumento de su propio veneno, sabiendo que era un
camino sin retorno.
Y,
en ese caluroso mes de julio se vio postrado en la cama B de la habitación 317
del hospital dializante.
Tranquilo
expectante, ansioso de que esa mano de los ancestros tirase con más fuerza que
la mía para liberarse de ese cuerpo que tantas satisfacciones le había regalado
y del otro lado estaba yo cogiendo su
mano derecha, esa mano de la que estuve enamorado desde pequeño, esa mano que
tantas muelas de juicio había aliviado de su anclaje, liberando al dolorido paciente.
Y
comenzó el pulso, la competición entre la vida y muerte; los ancestros, cuya
mano yo experimenté personalmente cuando
era un joven estudiante de medicina y que fui indultado. En este caso los jueces ya habían decidido el
desenlace.
A
medida que el veneno iba subiendo en su
tasa, el cuerpo del maestro Juan perdía salud y contacto con la realidad.
La
apnea le torturaba, le faltaba el aire y cada cinco o diez minutos forzando la
maquinaria tomaba una bocanada y volvía
a la realidad de esta dimensión, abría los ojos y allí estaban los míos
expectantes deseosos del encuentro, el me miraba, me sonreía, me apretaba un
poquito la mano y volvía a su mundo de la inconsciencia y vuelta a empezar y a
esperar otros tantos minutos de agonía hasta esa nueva bocanada de aire que le
devolvía a la vida unos segundos más.
En
esos breves momentos de comunicación, se revolucionaron todos los conceptos que
yo tenía sobre la física, la logia, la medicina, la comunicación ordinaria,
porque sin mediar sonido, oía, perfectamente sus mensajes, sus consejos, sus
peticiones…
La
pena me inundaba y las lágrimas salían a raudales, de mis ojos, era algo incontenible, contrariamente a todo
lo que habían enseñado de que: ” Los hombres no lloran...” pues o yo no soy
hombre o no eran ciertas tales enseñanzas.
Sentía
ya la soledad, era algo nuevo, era un dolor tan agudo que me congelo mi propia
alma y en esa éxtasis de dolor, el
maestro volvió a la vida por esos breves segundos, nuestras miradas volvieron a
encontrarse, fue como la explosión de un volcán, en esas parcelas tan pequeñas de tiempo, en esas
milésimas de segundo, fue tanta la información, las sensaciones, las emociones,
que me era difícil procesarlo todo.
El
miraba al techo, hacia arriba y levantando la manos hacia ademan de coger algo
o a alguien, sus ojos, que a mí no me veían, seguían a algo o a alguien que se movía
lentamente, yo tenía la sensación de que allí rodeándonos había muchas “algo”,
el maestro insistía y levantaba la cabeza hacia los lados, con las pocas
fuerzas que le quedaban, sonreía, miraba conociendo lo que veía, era feliz y yo
les pedí que se le llevaran lo más rápidamente posible, que estaba sufriendo,
que se ahogaba, que por favor le ayudaran a hacer el tránsito de forma indolora
y breve, que el maestro había ayudado a tantas personas en vida, que merecía un
trato de favor en su muerte…
Nos
hablamos, nos perdonamos, nos entendimos, nos apiadamos, recorrimos juntos esos
últimos metros y ya en los estertores propios de la muerte escuche limpia y
tranquila la voz de mi padre, de mi maestro que me decía nos vemos hijo mío….y
su mano ya no apretó.
Quiero
dedicar este escrito a todas aquellas personas que como yo ya no pueden dar un
abrazo físico a su padre y que sepan que siempre estarán acompañados…
Y
a todos los que todavía tienen a su progenitor presente, besarle, abrazarle,
perdonarle, pedirle perdón, ahora…
Gracias
por todo Papá.