S.M.
"Buenos días Juan,
Qué tal vas? Como te debo un montón de
cosas. Ahí van:
¿Te gustan las
aventuras?- Me dijo. ¿Descubrir lo desconocido y viajar?
Pues claro, respondí yo. Y ¿a quién
no?!!
Pues
entonces te propongo un viaje, pero tranquila no va a ser al Caribe, ni al
misterioso Egipto, ni al Sudeste asiático. El viaje que ye propongo es un lugar
único y mágico. Vas a tener que emplearte a fondo, subir montañas y adentrarte
en las profundidades, será una aventura que no olvidarás, y cuando llegues al
destino descubrirás un mundo maravilloso. Pero ojo, no prepares equipaje, solo déjate
llevar, ponte cómoda y relájate porque vas a descubrir un mundo, que ni te
imaginas.
¿Estás preparada? Me preguntó.
Ansiosa diría yo.
Pues allá vamos....
Ponte cómoda, respira profundamente y relájate,
relájate, relájate...Cada vez estás más relajada, sientes que el cuerpo te
pesa, tratas de abrir los ojos pero no puedes despegar los párpados, estás muy
relajada. Solo escuchas mi voz, el resto no importa y cada vez estás más
relajada y más distante de aquí y ahora.
Y así fue como comenzó mi viaje. Empecé
a caer en una espiral de luz, que me empujaba más y más a un estado de relajación
extrema. Las piernas y los brazos los sentía tan pesados, que llegó un momento
en que dejé de sentirlos, era como si fuera incorpórea, como si solo fuera un
punto en el espacio y de repente me vi en una hermosa playa. Ya no estaba aquí.
Una hermosa playa de arena dorada y
palmeras, el agua era azul intenso. Me senté en la arena, que acariciaba mis
pies, una suave brisa alborotaba mi pelo y el sol calentaba mi piel. Me sentía relajada
y a gusto conmigo misma, mis problemas habían desaparecido y me sentía liviana.
Al rato me levanté y comencé a andar, encontré un camino de arena que se
adentraba entre las palmeras. Decidí seguirlo. Pero no era yo quien me guiaba,
era mi voz interior quien me incitaba a seguirlo, no sabía dónde me llevaría
pero confiaba en su sabiduría, sabía que no haría en contra mía. Me dejé
llevar.
Llegué a una inmensa pradera de un verde
intenso, salpicada de bonitas flores de colores como si de una alfombra tejida
con los más brillantes hilos se tratara. Todo era paz y armonía. El canto de
los pájaros me acompañaba en mi paseo y el alegre chapoteo del agua de un
pequeño riachuelo cercano, hacía de todo ello un paisaje bucólico. Seguí
caminando ensimismada, observando, escuchando, respirando, sintiendo.
A mi derecha, en un recodo del camino, encontré
una sencilla cabaña de madera. Me sorprendió que en mitad de aquel recóndito
lugar hubiera una cabaña. Me acerqué. No parecía haber nadie en su interior, es
más me atrevería a decir que llevaba tiempo abandonada. Sin embargo, en su
interior, aún quedaban evidencias de algún antiguo morador. Vi una silla
desvencijada, una mesa de madera comida por las termitas, un camastro y una
pila donde, abandonados, encontré algunos platos y vasos. El resto era un galimatías
de herramientas. Pensé en rebuscar por si acaso algo me pudiera interesar.
Entre todo aquel barullo vi algo que relucía con gran intensidad. Me apresuré a
rescatarlo. Era una llave grande y antigua, pesaba un montón, decidí quedármela.
Cogí también una sierra y un pico. Salí de la cabaña y volví a la pradera.
La luz del sol alumbraba el camino, y a
pocos metros de la cabaña vi un laberinto. Desde luego el lugar era asombroso. ¿Qué
podía hacer allí un laberinto? Aquello no tenía demasiado sentido, no obstante
he caminado hasta la entrada. Dos caminos se abrían ante mí, uno a la derecha u
otro a la izquierda. Era un laberinto hecho de setos. Eran tan altos que ni
siquiera dejaban filtrar la luz del sol. No veía casi nada. Menos mal que había
cogido una sierra, parecía como si el destino la hubiera puesto allí a posta. Cogí
la sierra y me apresuré a cortar los setos para poder ver cuál era el camino
correcto para seguir. Para mi sorpresa, en el centro del laberinto se alzaba un
inmenso torreón de ladrillo con tejado de pizarra. Allí alzado, en el centro, parecía
el guardián del laberinto. En uno de sus laterales, vi un pequeño balcón
enrejado y en el centro de la pared que tenía enfrente se abría una pequeña
saetera. En el centro una gran puerta de madera, cerrada con un candado. ¿ Qué podía
esconder aquella torre aislada, encerrada en medio de un laberinto? La
curiosidad me impulsaba a andar cada vez más deprisa, sentía mi corazón
latiendo desbocado, pero yo sentía paz, no tenía miedo. Seguía relajada, prácticamente
no tenía conciencia de mi cuerpo. Diría que era un ser etéreo que podía ver
todo lo que sucedía como si de una película se tratara. Algo me decía que en
aquel torreón podía encontrar respuesta a muchas de mis preguntas. Quería
entrar allí, tenía que entrar y descubrir que escondía su interior.
Por fin he llegado y me he plantado
frente a él. ¿Cómo abriría aquel candado? ¡Claro! Con la llave que he cogido en
la cabaña. ¿Qué otra cosa podría abrir aquella llave si no era el torreón? ¿Acaso
la cabaña sería del guardián del torreón? ¿ y si la cabaña no estaba
abandonada? He desechado todos esos pensamientos. ¿Qué más daba? El caso es que
había llegado hasta allí y yo quería seguir con mi aventura. Nada ni nadie me
iba a parar ahora. Cogí la llave y probé a abrir el candado. Al principio parecía
que se resistía, pero he seguido intentándolo y ha sonado un clic, el candado
se ha abierto. Lentamente he empujado la pesada puerta de madera. Todo estaba
muy oscuro y mis ojos han tardado unos segundos en adaptarse a la oscuridad. La
sala estaba vacía, no había muebles, ni enseres, ni decoración alguna. ¡Nada!. Vacía,
silenciosa y oscura. Por un momento me he sentido decepcionada pero...
A mi izquierda he visto una escalera.
Estaba hecha de piedra y subía en forma de caracol hacia la parte alta del torreón.
Me ha costado mucho decidirme a subir por ella. Las escaleras de caracol
siempre me han producido vértigo. Pero intuía que estaba a punto de descubrir
algo importante. No podía echarme atrás, tenía que enfrentarme a mis miedos. Así
que he hecho acopio de valor y he decidida he comenzado a subir. Sujetándome a
las paredes y con paso firme, peldaño a peldaño, he llegado a una sala muy
oscura. Una suerte de mazmorra, fría y oscura. La humedad me hacía estremecer. De
repente en un rincón he visto algo, ha aparecido ella.
Era una niña preciosa, pero su carita
denotaba mucha tristeza, estaba acurrucada en un rincón, aterrorizada y rilando
de frío. Al principio me rehuía, no se fiaba de mí. He tratado de convencerla
de que nada malo iba a suceder, que en mi podía confiar, que yo la protegería.
No quería salir de allí, de aquel torreón donde debía llevar una eternidad
encerrada. Le he hablado del mundo exterior, del sol, del mar, de las
estrellas, de la luna, del olor de las flores, del canto de los pájaros, del
amor, del azul del cielo. Le he dicho que tenía que conocerlo, que había mil
maravillosas razones para abandonar aquel torreón, que merecía la pena salir de
aquella cárcel de piedra, que no merecía la pena seguir llorando y sufriendo en
aquel rincón, cuando ahí fuera le esperaban un millón de cosas bonitas por
descubrir.
Poco a poco ha levantado sus enormes ojos
castaños y me ha mirado con asombro. ¿Es cierto todo eso que dices? Por
supuesto que es cierto, la he contestado. ¿Quieres venir a descubrirlo conmigo?
Poco a poco me ha tendido su manita y la he ayudado a levantarse y cuando la he
tenido de pie enfrente de mí mirándome con esos ojos enormes y llenos de
interrogantes, un escalofrío me ha recorrido de arriba a abajo. Esa niña me
estaba esperando a mí. A nadie más, a mí, porque esa niña ¡ Era yo!.
No podía ser, he cerrado los ojos y je
vuelto a abrirlos, pero sí, esa pequeña era yo. Ahí estaba yo, con mis dos
coletas, mis lazos y ese vestido de flores, que tanto me gustaba, pero ¿cómo
era posible? ¿Cómo era posible que esa pequeña, o sea que yo, estuviera
encerrada en aquel torreón, tan terriblemente triste y asustada? He sentido una
ternura infinita hacia ella. Diría que mi instinto maternal ha tomado el
control. La he cogido en brazos, sabía que desde aquel momento no podría vivir
sin ella. La he abrazado con dulzura y he bajado las escaleras con ella en
brazos. Cuando hemos llegado a la puerta, la luz nos ha cegado. No he podido
evitar pensar, cuánto tiempo llevaría aquella dulzura sin ver la luz.
Cuando ha conseguido abrir los ojos, por
unos segundos se ha quedado paralizada. Observándolo todo, mirando a su
alrededor como si acabara de descubrir la luz, como si el sol la calentara por
primera vez, ha esbozado una preciosa sonrisa y yo he sentido una paz infinita,
mientras las lágrimas se agolpaban en mis ojos. Nos hemos cogido de la mano,
nos hemos sonreído y hemos echado a andar. He sabido que ya nunca más iba a
hacer el camino yo sola. Caminábamos por la vereda de un río, en mitad de un
bosque lleno de árboles majestuosos que apenas dejaban filtrar la luz.
Hemos oído el chapoteo del agua, los
gorjeos de los pájaros, el canto de las cigarras, el silencio. Hemos
contemplado el sol, las nubes y el aleteo de las mariposas. Hemos olido la
hierba fresca, los aromas de las flores. Hemos sentido el frescor de la hierba
en nuestros pies, la brisa acariciando nuestras mejillas y el calor del sol
entibiar nuestro cuerpo. Nosotras mismas formábamos parte de aquella sinfonía
de luz, color, sonido y aromas. Estábamos en paz con nosotras mismas y en
perfecta sintonía con la naturaleza.
Hemos seguido el camino en silencio,
observando, sintiendo y pronto hemos llegado a un claro. En la distancia hemos
visto el humo de una chimenea y una preciosa casita de ladrillo. También estaba
allí esperándonos, supimos al instante que aquella casita sería nuestro hogar.
Hemos corrido hacia ella y hemos empujado la puerta. Tenía unos alegres
ventanales, un salón enorme con un sofá grande y confortable. Una bonita mesa
de roble. La cocina estaba decoraba en blanco, con una isleta en medio y dos
taburetes blancos. Había dos habitaciones, una para mí, pintada de azul,
y otra para mi niña en color verde pálido. Una vez que hemos curioseado hasta
el último rincón, nos hemos sentado en el sofá y la he acurrucado contra mi
pecho. No te preocupes le he dicho, ya nunca más estarás sola, yo cuidaré de
ti.
En ese instante he visualizado una
brillante bola de luz blanca que ha entrado en mi corazón y me ha irradiado
calor y energía al resto del cuerpo. Mi niña se ha fundido conmigo. Toda esa energía
me ha envuelto y me he sentido invencible, era como si un potente escudo de energía
me protegiera de todo mal.
Poco a poco he vuelto a caer en una
espiral de luz y he llegado de nuevo a la playa. Me he tumbado en una hamaca y
me he quedado en paz y en silencio. Ahora sabía que mi niña estaba conmigo,
iluminando mi ser y que a la vez que yo la protegía a ella, ella me ayudaba a
crecer desde el amor. Me he dejado arrullar por el rumor de las olas y poco a
poco he ido volviendo. He sentido una paz inmensa, pero a la vez me he sentido
muy fuerte.
Poco a poco mi estado de relajación
extrema ha ido cediendo y en 1, 2, 3, 4, 5 abrirás los ojos y te irás habituando
a la nueva realidad.
Mi primera regresión acababa de
terminar. Un montón de sensaciones y sentimientos se agolpaban en mí:
felicidad, emoción, fortaleza, amor, alegría, calor, frío...
He entendido que nuestro niño interior
necesita amor y protección, que si cuidamos de él, cuidamos de nosotros mismos.
Que es el mismo que nos hace sentir paz
y que sin paz y amor en nuestro interior, nunca seremos felices.
Para mí ha sido el viaje más corto e
intenso de mi vida. Donde por primera vez en mucho tiempo he sentido la
verdadera paz espiritual. Me he sentido llena de energía y alegría. Ahora sé
que la felicidad está en mí. Que no tengo que buscar más, que yo decido si
quiero ser feliz o no. De mí y tan solo de mí depende que mi paso por la tierra
sea un agradable aprendizaje o un camino de amargura. Por el momento he
decidido ser feliz y ahora sé que puedo serlo con ayuda de mi niña."
Un besote Juan